Dürer's self-portraits. Collage |
“…lo más agradable de todas las cosas
es ver un hermoso cuadro de un ser humano.” –A. Dürer
Hace
más de veinte años, recibí como regalo de Navidad un libro de cubierta dura sobre
Alberto Durero, en cuya portada aparecía
un perfecto autorretrato del artista alemán. Para entonces, todavía era posible
encontrar en la librería habanera ‘La
Moderna Poesía’ ejemplares de arte editados e impresos en el hoy extinto
Bloque del Este (europeo), que a diferencia de los productos cárnicos enlatados,
tardaban temporadas enteras en agotarse, por lo que se convertían en factible
presa de obsequios.
Identificar
la firma del pintor no fue difícil: se trataba de un monograma con las letras A y D que más tarde reconocería en pinturas, dibujos y grabados
dispersos en importantes museos del mundo, así como su posterior omnipresencia
en las pequeñas postalillas que reproducen el dibujo Estudio de las Manos de un Apóstol y que se distribuyen en casi todos los
eventos fúnebres de esta orilla.
Primero
tropecé con su Autorretrato a los 26 en el Museo del Prado de Madrid y después con su Autorretrato a los 22 en
el Musée du Louvre en París, ninguno
de ellos correspondía a la imagen de aquella dádiva cuya penetrante mirada
frontal siempre me fascinó.
Pero
la vida nos lleva por rutas no sospechadas, y en un reciente viaje que concluyó
en Baviera, tuve la dicha de topármelo, el tercero de sus autorretratos pintados,
junto a muchas de sus otras obras
renacentistas.
Siendo
aún aprendiz de orfebrería en el taller de su padre, Durero se aventuró en el
dibujo recreándose a sí mismo, y lo hizo tan bien, que con solo 13 años su Autorretrato en punta de plata de 1484 (actualmente en el Albertina de Viena) se nos presenta como el primer testimonio con que
revolucionaría la categoría -ya existente- de tal técnica.
Dürer's self-portrait, c. 1500. Books front cover |
En
el Autorretrato
de 1500 que recientemente admiré en Múnich, Durero estaba próximo a cumplir sus
29 años. Rápidamente el observador advierte que se halla frente a algo
grandioso, tal es así, que a pesar de su formato pequeño que contrasta con los
sendos paneles de Los Cuatro Apóstoles
con los que cohabita, uno se dirige primero a él. Es la austera frontalidad del
recuadro la característica que lo hace diferente a todos los demás. Durero
sabía que se inmortalizaría cuando se atrevió a idealizar su figura con rasgos
y ademanes que para entonces se reservaban solamente a las representaciones de
Cristo.
El
arte transporta. Tanto alcanza la excelencia artística tal osadía que por
instantes la imagen hizo volar mi percepción para situarla en la casa de
Rosalba, la anciana parroquiana bejucaleña quien con voluntad férrea mantuvo expuesta
la imagen de su Sagrado Corazón de Jesús a la vista de todos, en tiempos en que
soplaban ráfagas de ateísmo.
La
simetría de la composición triangular de esta pintura, irremediablemente focaliza
la atención sobre la cara, cuya mirada se dirige con fuerza al espectador para después desplazarse a la mano que
pareciera levantarse en un gesto de bendición. Es entonces cuando en un atisbo
más cercano empiezan a aparecer detalles fisionómicos que se repiten en sus
anteriores autorretratos: los ojos almendrados, sus pulposos labios, el philtrum demarcado, su barbilla, los elongados cabellos, y sus largos dedos, resultando en
una imagen muy personalizada en la que el artista enaltece en lo visual y lo
manual la simbiosis de la creación.
De
esta forma dejaba claro a sus contemporáneos lo aprendido en la meca del
Renacimiento: Él se convertía en el primer pintor que exportaba al norte de los
Alpes la teoría sobre las proporciones (perfectas) del cuerpo humano, elevando
su rango social a artista (y no como artesano, status con que los germánicos veían a los pintores).
A
la Alte Pinakothek –una edificación
poco atractiva desde el punto de vista arquitectónico, pero preñada de
delicadas y exquisitas obras de arte de muchos otros masters- la identificaré por siempre con Dürer. Incluso cuando finalicé
mi visita al museo y me perdía por las calles de Munchen sentía sobre mi
piel la aguda mirada del elegante ‘príncipe’ Albrecth, quien como
ningún otro artista del patio se adelantó a su época.
At the Alte Pinakothek (Room II). Munich. 2014 |
Reclamando
reconocimiento social o por pura egolatría, mostrando sus habilidades como grabador
o ‘retocándose’ por su baja autoestima, llevó el autorretrato a otra dimensión,
ofreciéndole un carácter autónomo, centrado en el propio autor como objeto
artístico de permanencia y extendiéndonos hasta hoy los trucos triunfalistas del
photoshop y los selfies con que nos ahogamos en las redes sociales.
Para
encontrar otros self-portraits del
autor en medios diferentes, visite www.wga.hu,
se sorprenderá hasta encontrar su desnudo frontal.
Photos by José Soriano